Mañana se cumple un año desde que pisé por primera vez esta ciudad que me sorprende cada día, Bogotá y sus calles numeradas, su gente caminando a paso apresurado, su diversidad, sus numerosos lugares de encuentro, sus festivales, ferias y eventos múltiples, sus mercados de pulgas, sus maravillosos parajes, sus plazas, sus universidades, su ciclovía, sus platos típicos, sus museos, su movida cultural y nocturna, y tanto más por ver y hacer.
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Poco antes de mi resolución de venirme, la adorable Valencia de mi adolescencia se me hacía pequeña, tan parecida a lo de siempre, apacible y calurosa, "ya no me hallaba" como dicen por ahí, además todo aquello en lo que creí con fuerza y enceguecida pasión alguna vez, el trabajo en una radio local que me hizo sentir dichosa y reconocida por un buen tiempo y un larguísimo noviazgo perdieron todo sentido. Por un momento sentí que podía volver a creer, el momento fue muy breve, casi incipiente, y a partir de allí me aferré a una idea: lo único que podía hacer para recobrar la alegría habitual, la dicha de conocer gente nueva y encontrar un trabajo retador era irme.
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Empezaron a aparecer las opciones, Caracas era viable, cerca de Valencia, cosmopolita y agresiva, o los posgrados en Valencia, quedándome pero haciendo otras cosas, y Bogotá, inalcanzable en los primeros pensamientos, toda una aventura, lejos del cobijo familiar tan cómodo y reconfortante, uyyy Bogotá... cuándo la conocería, no, quizás no tan pronto, quizás nunca.
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Y en una conversación con mis padres salen las opciones, 10 carpetas con diversos posgrados, a la derecha mi madre apoyando cualquier decisión que se tomara si era para mi bien, frente a mi, mi padre queriendo que me olvidara de esa idea loca de recobrar cualquier terreno perdido en los ámbitos del trabajo o del amor. En la última de las carpetas que mostré como signo de mi interés en dar un vuelco a mi vida, el posgrado en la Pontificia Universidad Javeriana. Lo mostré por no dejar, como diciendo sé que es difícil pero qué se pierde con ello.
Todas las opciones parecían factibles y sencillas, incluso la última, y fue por ella que votamos. Seriamente mi padre me pidió todos los detalles de esa vía, la que a mi juicio parecía más difícil fue la que más nos atrajo. Era verdaderamente un reto, era lo que estaba buscando, era un nuevo comienzo, fuerte sí, intenso sí, pero necesario.
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Busqué, contacté, me vine... presenté mi examen y pasé, busqué mi apartamento y lo encontré, y empezó una aventura que sigue pareciéndome cada día renovada. Nunca me he arrepentido, ni en los días en los que he anhelado abrazar a mis padres, ni en aquellos días donde debo pararme temprano a pagar servicios, ni en los momentos de soledad, ni en aquel tiempo en que fui una desempleada más de mi segunda patria, ni en mi primer cumpleaños fuera de mi tierra lejos de mi familia y amigos, ni en los momentos en que me miro al espejo desteñida por la lejanía del mar, ni en el período en que estuve sin aquel novio que tanto quise y tanto lloré al venirme, nunca me sentí descontextualizada porque sabía que las razones de mi partida eran tan reales que para qué mirar a atrás.
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Irme fue lo que hice, irme de aquello que ya no quería y llegar a construir sueños que poco a poco me fuí forjando en los días previos a mi partida. Y en esas ando, a un año de mi llegada y con ganas fortalecidas de quedarme más tiempo, porque para qué irme si esto apenas comienza. Como lo he dicho muchas veces, ya vendrá el momento de volver, si ese es el llamado, ese que uno a veces siente como un pálpito irrefrenable en la boca del estómago, ese mismo que sentí cuando pensé en venirme... si ha de ser así será... por lo pronto, sigo acá, feliz, atareada, con proyectos que quiero realizar aquí, con metas por cumplir. Y aquí me quedo.